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Corría 1664 cuando «La Lune», el mejor buque de la armada francesa, se hundía cerca de la ciudad francesa de Toulon, en el sureste del país. Esta es la historia de cómo el año pasado, 352 años después, «OceanOne», un humanoide robótico creado en la Universidad de Stanford, en Estados Unidos, buceó entre los objetos del navío.

El androide, pilotado desde un barco por profesores informáticos de Stanford, cogió un jarrón, sintió sus contornos, sopesó su tamaño e introdujo un dedo por su boca para agarrarlo mejor. Buceó hacia una cesta, lo depositó allí y cerró la tapa del contenedor antes de volver a la superficie.

La expedición al lugar del hundimiento fue la primera misión de este robot buceador con cámaras integradas, un cerebro electrónico que aprovechaba los últimos avances en Inteligencia Artificial y un sistema háptico de control: los sensores integrados en sus manos envían información a los joysticks con los que se maneja el robot, de forma que su piloto siente lo mismo que la máquina; por ejemplo, si agarra algo pesado y sólido, o ligero y frágil.

El cerebro robótico procesa la información proveniente de cámaras y sensores y se las apaña para administrar su fuerza: es capaz de asir con firmeza un objeto delicado, sin romperlo. Esta habilidad convierte a «OceanOne» en un aliado perfecto para recuperar piezas de naufragios, trabajar con seres vivos como el coral o depositar sensores en lugares difícilmente accesibles de los fondos marinos.

Según los expertos, «OceanOne será como un avatar. La intención será usarlo para bucear de forma virtual y sin riesgos. Poder sentir con precisión lo que está haciendo el robot y sentirse casi como si estuvieras allí; sus sensores táctiles crean una nueva dimensión de la percepción».

La cabeza de este robot integra cámaras de visión estereoscópica que le muestran al piloto exactamente lo que el robot ve. También cuenta con dos brazos articulados, y en la parte trasera lleva baterías, ordenadores y ocho propulsores multidireccionales. Pero son sus manos las que lo distinguen y lo convierten en un ingenio tan especial.

Cada una de sus muñecas, completamente articuladas, está equipada con sensores de fuerza que transmiten información háptica a los controles del piloto. Es decir, que este siente en sus manos cómo es lo que sujeta el robot.

El piloto está al mando siempre que lo desea, pero «OceanOne» se las arregla bien solo. Los sensores distribuidos por su cuerpo captan las corrientes y turbulencias, y activan automáticamente los propulsores para que el robot permanezca donde debe. Cuando se desplaza, unos motores van ajustando el movimiento de los brazos para que las manos estén equilibradas mientras trabajan.

La navegación se basa en la percepción del entorno mediante sensores y cámaras, cuyos datos se procesan con algoritmos que evitan que el androide choque con algo. Su sofisticación es tal que si detecta que sus propulsores no frenan lo suficiente, se protege del impacto inminente con los brazos.

«OceanOne», creado en la Universidad de Stanford con la ayuda de la empresa privada Meka Robotics y la Universidad de Ciencia y Tecnología de Arabia Saudí, ha nacido para sustituir al ser humano en tareas submarinas peligrosas o que desafíen nuestra capacidad física. Aún en proceso de mejora, puede ser también de gran ayuda en la investigación científica y la arqueología.